Diez palabras pueden significar menos que una sola. El nombre completo era Rodolfo Alfonso Raffaello Pierre Filiberto Guglielmi di Valentina d’Antonguella. Pero una sola palabra, a secas, lo dice todo: Valentino. Desde los inicios del cine mudo, el actor nacido en Castellaneta, Italia (un pueblito que al día de hoy tiene menos de 20.000 y por supuesto un museo dedicado al divo), fue sinónimo de lo mítico en la pantalla grande. Del cine de acción, romance o aventuras y un modelo de hombre, en físico y figura, y de amante en la ficción. El que inauguró en los medios de comunicación masiva modernos un concepto que con los años no ha hecho más que agigantarse: el latin lover. Valentino no solo fue una de las grandes estrellas fugaces (murió a los 31 años), sino que con él la industria del cine inventó la idea del amante latino, que no fue más que una estrategia de publicidad para desarrollar y potenciar su carrera.
Acaso cuando este año se celebre el centenario de El Sheik, el más célebre film del actor, el mundo pueda observar (otra vez) la rica y concentrada historia del siglo 20. En ese siglo, que según el historiador Eric Hobsbawm es el más corto de la historia, porque nace en 1917 con la revolución rusa y termina con la caída del Muro de Berlín, la importancia del mayor ícono del cine silente fue total: el legendario star italo-americano es la forma perfecta, el decálogo y manual de un tipo de estrella adelantada en muchos de los tópicos de la cultura pop y su amplificación… casi 100 años antes. Hablamos de: una de las primeras estrellas del cine global, que dejó una muerte joven con fotos y postales bonitas y en vestimentas exóticas; que inauguró la idea del latin lover (antes que Clark Gable, Vittorio Gassman y de que Ricky Martin nos enseñe a contar: un, dos, tres un pasito pa’delante María); que provocó historias exageradas o incomprobables, como la de sus fans que se suicidan en todo el mundo al saberse su muerte, y algo no menor, que era gay, y que tuvo que llevar como pudo una sexualidad callada y autocensurada por la época.
“Hice colocar mármol en todo el suelo para bailar tango con… ¡Rodolfo Valentino!”. Lo declama, con el mentón hacia arriba y el brazo en posición de baile, el personaje de Norma Desmond, interpretado por Gloria Swanson, en la película Sunset Boulevard (1950), un film pionero en retratar la historia del cine dentro del cine. Pero más allá de la palabrota, académica y semiológica que describe estos filmes (“metalingüísticos”), la película del siempre genial director Billy Wilder, retrata ese olvido (posterior depresión, alienación, locura), de las antiguas estrellas de cine mudo. Ese cosmos blanquinegro, casi sepia de los que serán “los olvidados” a partir de las talkies, del cine sonoro. Aquellos que, literalmente, al no tener voz, como en una sinestesia cruel, se quedarían también sin imagen, sin su cuota de pantalla. Y hasta sin vida.
Pero no fue esto lo que le ocurrió a Valentino, quien no llegó a padecer el declinamiento del star system de la época muda porque falleció antes, por una peritonitis, en 1926. Y que de haber sobrevivido al cine sonoro tal vez hubiera corrido la misma suerte que narraba el film de Wilder: los testigos de la época y hasta los discos en castellano e inglés que dejó grabados Valentino demuestran que su voz aflautada y de marcado acento del sur de Italia hubieran sido su perdición cuando el cine “pudo hablar”. Y sin embargo, el astro halló en la música, específicamente en el tango, una forma de reconocimiento mundial; ese baile que dentro del cine mudo se bailaba y el público miraba desde sus butacas con el asombro de la seducción y lo prohibido y que pronto sería condenado por el Papa.
Antes de ser descubierto por la meca del cine en California, el muchacho italiano de menos de 20, que previo a recalar en EE.UU. había pasado una temporada en los salones de París, les daba clases de baile en Nueva York a señoras mayores que de ninguna otra manera hubieran oído “La cumparsita”, si el tango no hubiese estado de moda en Hollywood. Más tarde, en la película Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1921), interpretaría al argentino Julio Desnoyers, que viste de gaucho y baila tango en el barrio de La Boca, en una de sus más célebres escenas.
El historiador Sergio Pujol, en su ensayo Valentino en Buenos Aires – Los años 20 y el espectáculo, juega con la idea del ídolo en Buenos Aires donde nunca estuvo para explicar la importancia que tuvo en todo el mundo y hasta en nuestro país. “Fue el primer latin lover de factura cinematográfica. Hubo stars de su tiempo o quizá un poco anteriores, como Tom Mix y Douglas Fairbanks. Y libidinalmente operó muy fuerte en el inconsciente femenino de la época. Si bien Valentino encarna la figura del macho que domina a la mujer –física y psicológicamente–, también es fetiche sexual al que se orienta el deseo femenino. Eso es muy de los años 20: la mujer como sujeto deseante. Una especie de bovarismo sin penitencia”.
-Y el latin lover, ¿cuánto tiene de latino?
-El latin lover existía de cierta manera en la ópera, con los tenores italianos o los tenores líricos que cantaban en italiano, lógicamente. Y las estrellas del cine abrevan del cantante lírico, un precursor bastante claro en este sentido. Por ejemplo, en los diarios y revistas de principios del siglo 20 se hace referencia a los tenores como estrellas que despiertan la atención femenina.
–El amante de Lady Chatterley o el Ulises de Joyce fueron novelas censuradas por su contenido erótico, pero son posteriores al El Sheik. ¿Valentino encaraba una especie de erotismo de vanguardia y para las masas?
-A menudo, en la cultura de masas se permiten – o se filtran – componentes eróticos expurgados de la “alta cultura”. Por caso, en las letras de tango de los 20 se habla abiertamente de amantes, prostitutas, etcétera, si bien luego serán objeto de condena moral. En el caso de El Sheik, su erotismo está asociado a la figura del latin lover, por un lado, y también a cierto exotismo externo a la moral sexual cristiana. Es un ícono “de masas”, pero también está visto con distancia. Es el otro masculino.
Kenneth Anger, en su ya clásico libro Hollywood Babilonia en el que hace del chisme una profunda historización de Hollywood, retrata al actor (a quien denomina Rudy) de esta manera: “Valentino era conocido por la extravagancia sartorial, su famoso brazalete de esclavo sin el cual jamás se mostraba públicamente, sus joyas de oro, su preferencia por los perfumes fuertes, los abrigos ribeteados con chinchilla y su pronunciada coquetería italiana”. Los hombres de todo el mundo deseaban ser como Douglas Fairbanks, la otra estrella de cine y aventuras de la época, pero se desvivían por emular el look de Valentino.
Su personalidad, su éxito en la pantalla con las mujeres de todo el mundo, le hizo ganar celos y enemigos mediáticos. Los diarios comenzaron a cargar las tintas sobre su estilo dandy. A los hombres con el pelo engominado hacia atrás se les decía vaselinos. Y cuando un periodista del Chicago Tribune lo señaló como afeminado, Valentino lo retó a boxear (los duelos ya estaban prohibidos). En el lugar del periodista que provocó la enjundia asistió al duelo un colega que además boxeaba. Pero el actor, que se entrenaba con el campeón Jack Dempsey, ganó la pelea que tuvo lugar en la azotea del Ambassador Hotel de Nueva York.
Rudy fue pasando de estudio en estudio, consiguiendo en cada oportunidad mejores contratos. Codiciado por todos los mogules del cine, se dio el lujo de ser parte del primer estudio independiente, la United Artists de Fairbanks y Chaplin y hasta fundó su propia productora. Efectivamente, Valentino era reconocido por meterse de lleno y profesionalmente en la minuciosidad del diseño de cada producción y por enfrentarse a los directores en decisiones estéticas. Detestó, por ejemplo, que Sangre y arena (1922), uno de sus mayores éxitos, no se haya filmado en escenarios naturales en España (algo impensado para la época).
Más arquetipos que actores
El influjo de El Sheik llega hasta nuestros días. Fue tal la popularidad de la película que ese mismo año, en 1921, Harry B. Smith y Francis Wheeler compusieron “The Sheik of Araby”, un standard de jazz que sería interpretado por Louis Armstrong, Django Reinhardt y hasta los Beatles. La película, un antecedente fundamental en el cine de aventuras como Lawrence de Arabia, El viento y el león o la saga de Indiana Jones, produjo una saga, con El hijo del sheik (1926, también con Valentino) como punto de partida.
Entre la persona y el personaje podría radicar en Valentino un héroe glam contemporáneo y sobre todo vanguardista: la ambigüedad en su sexualidad, la histeria juvenil, el personaje ficticio como salido de un álbum de David Bowie o de T-Rex. Y la muerte trágica y joven, devorado por su entorno y sus fans. Hasta podría perfectamente ser tema y objeto de una balada, dulce, dark y americana, como las de Lana del Rey. O como concluye Pujol: “Lo que sobresale en Valentino es justamente el personaje, la máscara. Pero así funciona el star system: los actores no crean personajes, sino que los encarnan. Son más arquetipos que actores”.
El grupo inglés The Auters, que proponía una amalgama entre brit-pop y glam, compusó una canción titulada “Lenny Valentino” en la que imaginaba al controvertido cómico de stand-up Lenny Bruce despertando en el cuerpo de otra estrella que murió joven, Rodolfo Valentino, en el día de su entierro. Una idea típicamente de humor negro en más de un sentido. Al fin y al cabo el glam es, como sugiere el ensayista Simon Reynolds en su morrocotudo ensayo Como un golpe de rayo, culto a la personalidad, histeria de masas e hipnosis social. Lo grotesco, exagerado y artificioso, otra característica del glam, parece haber estado siempre presente en la vida de Valentino, como demuestra Kenneth Anger, y hasta en su muerte. Para el funeral (doble, porque se realizó tanto en Manhattan como en Hollywood) acudieron 100.000 personas en Manhattan y el servicio fúnebre contrató a cuatro actores para que se hicieran pasar por la guardia de honor fascista de los Camisas negras, supuestamente enviada por Benito Mussolini. Una postal de la época que se imprimió al poco tiempo mostraba a Valentino llegando al cielo y siendo recibido por Enrico Caruso.
En la actualidad es sencillo observar el legado y la puerta que abrió para los latinos (en cualquiera de sus acepciones), con aquellos personajes llamados siempre José, Julio, Ramón, Juan o Don Alonzo, para actores que van de Lorenzo Lamas a Edgar Ramirez. Sin embargo, sería mucho más difícil encontrarle un parecido a una belleza tan exótica y para nada estereotipada, acaso más cercana a la de algunos actores contemporáneos como Finn Witrock o Mark Strong. Su amigo periodista Henry Louis Mencken lo describió tal vez como ningún otro cuando una semana después de su muerte, con estas palabras: “Su éxito fue tan vacío como vasto, una nada colosal y absurda. ¿Fue aclamado por multitudes que gritaban? Entonces, cada vez que la multitud gritaba, se sentía sonrojado por dentro (…). La cosa, al principio, solo debió haberlo desconcertado, pero en esos últimos días, a menos que yo sea el peor psicólogo que incluso los profesores de psicología, lo estaba repugnando. Peor aún, le daba miedo (…). Aquí estaba este joven que vivía a diario el sueño de millones de otros hombres. Aquí uno deseado por todas las mujeres. Aquí uno que tenía riqueza y fama. Y aquí uno que era muy infeliz”. Valentino, la persona, tal vez hubiera deseado una forma de reconocimiento en Hollywood como la que declama Lady Diana Mayo en El Sheik: sin cautiverio, feliz en su independencia. Pudo más el personaje. Y el resto es el mito que lo sobrevive.